Cultura

La maldición de Kónòpi | Waldo Contreras López

Habíamos recorrido al menos cinco kilómetros de playa cuando a cierta distancia y entre la bruma alcanzamos a ver un muelle especial para embarcaciones camaroneras, actividad principal en estos mares del pacifico norte del país. Antes de llegar a un enorme rompe olas que sirve a la vez de azogue para surtir agua a las granjas que están a un kilómetro de distancia tomamos camino a una cima sobre la cual está un pequeño faro vetusto y deteriorado. Este monolito construido con bloques de concreto y mármol está cercado su perímetro por un hermoso barandal adornado con unas farolas forjadas al acero. Sobre la plancha de arenisca hay tres bancas también forjadas con una herrería artística exquisita. Mi viejo acompañante cuenta que este edificio fue construido por unos portugueses que habitaron la zona para explotarla pues esta es muy rica en ostras y concha punta abanico además del camarón.

 

Al instalarnos cómodamente, el viejo comienza a explicar los motivos por los cuales me trajo hasta acá. Imaginé que pretendería convencerme a desistir de la empresa que tengo proyectada en este lugar, cosa que no logrará pues los intereses además de no serme ajenos me darían a ganar una enorme cantidad de dinero. Un puñado de pescadores venidos a menos jamás podrán resistir el embate del progreso.

 

-Ya hubo usted contado a la cooperativa pesquera los motivos de su visita y nos explicó los detalles legales sobre los cuales se ha agenciado el poder de administrar una buena parte de esta playa de Dios -comienza el anciano -le adelanto: a nosotros no nos gustan los fuereños y menos si estos vienen desembarcados desde el otro lado del océano a pretender arrebatarnos nuestra tierra, nuestra agua y el sustento que con tanto bendito trabajo nos ganamos. Pero usted parece ser buena gente no obstante su aspecto de masón; sé que comprenderá los porqués de nuestra opinión de que este lugar no es bueno para la empresa que pretende llevar a cabo. Lo traje hasta este sitio y a esta hora de la tarde para que usted presencie los motivos por los cuales amamos y defendemos este pedazo de mundo. Antes hubo gente con los mismos intereses que trae usted. Ya lo intentaron los portugueses, los noruegos, los ingleses, los griegos y los españoles; usted ha mostrado que nada conoce sobre la vida que gira alrededor de los mares. Se necesita ser marinero experto para poder entender que este pequeño paraíso no es bueno para su industria.

 

Pero eso no es todo: Este lugar en particular está maldito; los melancólicos y supersticiosos marineros del mediterráneo fueron los primeros en saber que aquí hay una amenaza imposible de evitar; a ellos nada más les alcanzó el entusiasmo para construir este pequeño faro y se fueron al cabo de un año de especulaciones, cálculos meteorológicos y astronómicos. Lo único que dejaron además de un poco de su sangre, semilla y lenguaje fue una herencia milenaria para volvernos expertos en navegación. Usted ha visto que nosotros vivimos en otra época. Todos nuestros barcos son de vela. Navegamos así en memoria del primer hombre que pudo domar un huracán y fue elevado a la gloria de Dios-

 

Interrumpí a mi interlocutor en este punto para aclararle que a mí no me asustan leyendas de lanchero o supersticiones de marineros borrachos y analfabetas. Sin embargo, el viejo sonrió y antes de continuar con su relato fue él quien me aclaró que jamás intentaría convencerme de nada pues el tiempo y la historia siempre son los que tienen la razón. -Mire ahora que empieza a caer el sol, voltee hacia su derecha, a sotavento -continúa el viejo, señalando con el dedo hacia un lugar a mis espaldas- observe como es que las casas se van pintando con el rojo del crepúsculo. Sienta la brisa, sienta este lugar con el corazón. Quizá crea, impresionado por este espectáculo, que su cadena de hoteles prosperará tan cerca de la costa. ¿Sabe? Este lugar ha sido arrasado por huracanes desde que el primer europeo puso pies por acá. La maldición del cordelero, le llamamos; la gente de tierra adentro lo nombra como el cordonazo de San Francisco. La maldición de la que le hablo la trajo arrastrando desde otras tierras un viejo marinero; lo más que supimos sobre él fue que era un pirata mercader dedicado al tráfico de diamantes y metales preciosos que se vino huyendo de las brujerías que le impusieron las chamanas de Sierra Leona por haber violado y preñado a una futura princesa de su clan. Cuentan que ellas lo obligaron mediante sortilegios y alucinaciones a procrear a quien sería en un futuro un maestro cordelero, un hombre experto en nudos y desamarres; solo así podría liberarse de la maldición africana que no lo dejaba vivir en paz; nomás verlo nacer lo cargó con el nombre que las brujas le dijeron tenía que invocar para su hijo y así liberarse del amarre maldito; se largó antes del alumbramiento; no quería ver siquiera el rostro de aquel que lo liberaría de una vida llena de infortunios y mala sal. Una noche tomó su buque destartalado y partió en medio de una tormenta para seguir dándole la vuelta al globo. Dicen algunos compañeros que la última vez que lo vieron fue en el archipiélago de Malasia donde hundió su barco para después unirse a la tripulación de unos piratas somalíes que asolaban la isla de la tortuga; mientras tanto, la mujer que cargaba su semilla lanzaba el último alarido para parir al engendro. El pequeño quedó a cargo de unas brujas haitianas quienes no quisieron quitarle el nombre que su madre le imputara pues, al momento de nacer, hubo una perturbación meteorológica que tuvo al mar hirviendo toda la noche mientras el niño miraba a todos con aires de gente mayor y despedía una extraña fluorescencia verdosa por todo su cuerpo a la vez que las ballenas estuvieron cantando hasta lograr levantar una espesa niebla que espantó gaviotas y albatros durante once días de nublazón y truenos que salían bramando desde los abismos del mar. Sí señor, la maldición acababa de nacer. Y así anduvo el muchacho durante sus primeros años. Un ser oscuro, taciturno, de mirada clarividente y llena de mal agüero; aprendió a usar las palabras necesarias para vivir; sus anhelos eran pocos y por eso su vocabulario era limitado. Cuando la gente lo miraba acercarse, salían huyendo y persignándose; el niño parecía traer la calamidad sobre la cabeza pues hasta las más valientes aves se apartaban de su persona. Un muchacho muy triste pues sabía que su nombre tenía mucho que ver con todo aquello.

 

Una tarde de diciembre, Francis Drake llegó con su buque silencioso a asaltar este pueblo al que había confundido por el nombre con la mítica ciudad de Eldorado. Destruyó varias cabañas y tomó a varios niños y mujeres como esclavos para traficarlos en los países de Europa y Asia. Nuestro héroe estaba entre aquellos infortunados. Pasados veinte años lo vimos llegar hecho un hombre y a cargo del puesto de maestro cordelero. En ese entonces el buque de Drake se había vuelto un fantasma que siempre estaba envuelto por una ominosa nube que lanzaba rayos y relámpagos; dicen que hasta el mismo Davy Jones evitaba su encuentro y prefería hundirse con su holandés errante bajo las aguas del otro mundo antes que intentar siquiera estar al alcance de ese buque más maldito que él y toda su tripulación. 

 

Francis sabía que toda esa fantasmagórica fama se la debía a su maestro cordelero. Le tomó ciertas consideraciones más por miedo que por cariño. Todo cambió cuando a nuestro personaje le empezaron a gustar las mujeres y no solo eso: todo se fue al carajo cuando esté le robo la mujer a su capitán -llegó la hora de deshacerme de ti, perro traidor- le dijo y lo mandó amarrar en lo más alto de la verga durante cinco días bajo la amenaza de que nomás tomará mar abierto lo arrojaría por la borda amarrado por el cuello a la cola de un pez vela. La mañana del ocho de octubre de mil novecientos setentaicinco aquella perturbación meteorológica que se experimentó cuando el maestro cordelero hubo nacido se volvió a sentir en el ambiente pero con una intensidad que puso a llorar hasta a los experimentados navegantes noruegos. Las eternas brujas haitianas salieron a los muelles a prevenir a los marineros para que no zarparan. A Francis Drake le importó un carajo el consejo y partió en punto de las siete de la noche rumbo a intentar otro asalto Riohacha. En esos días acababa de unirme a la tripulación con el puesto de contramaestre y me vi obligado a partir junto con ellos a lo que yo suponía una muerte segura pues vi, con mucho miedo, que los mástiles estaban incendiados por los fuegos de San Telmo, presagio de cataclismo y destrucción. A las diez en punto nos hicimos a la mar. Fue más o menos cercana la media noche cuando sentimos el meteoro. Una ligera brisa caliente como el aliento del café recién hervido casi nos quemó la piel y el agua a nuestro alrededor comenzó a chapotear como si miles de peces estuvieron saltando en la superficie. Media hora después un rayo partió desde el horizonte por el rumbo del cabo de Hornos pegando en el mástil donde estaba amarrado nuestro hombre; todos corrimos hacia la verga esperando ver su cadáver carbonizado pero estaba más vivo que nunca, sonriendo y con una extraña luminosidad en la mirada. Su respiración se empezó a acelerar, de su boca y nariz salía una bruma espesa con una blancura lívida mientras aullaba y las ballenas lo acompañaban con sus cantos de sirena. De repente, nuestro navío dio dos giros vertiginosos sobre sí mismo y luego nos hundimos de manera inexplicable. Cuando salimos a flote el huracán estaba azotando en toda su fuerza. Apenas alcanzamos la superficie líquida los mástiles de trinquete, mesana y bauprés fueron arrancados como si una mano gigantesca nos hubiera dado con toda la ira de los dioses; solo quedó el palo mayor en donde estaba el maldito orquestando la furia del meteoro; luego, volvimos a ser jalados hacia el fondo; esta vez duramos mucho más tiempo sumergidos; cuando al fin la garra del océano nos permitió flotar sobre sus aguas de nuevo vimos algo que nos sobrecogió: Por encima de nosotros pasaban volando todos los navíos que horas antes estuvieron atracados en el muelle; flotaban lentos como globos aerostáticos mientras se iban despedazando pieza tras pieza atacados por la furia del viento y la potencia de los rayos que parecían la espada de San Miguel Arcángel derrotando a las huestes de Satanás. Fuimos sumergidos por la marejada por tercera vez pero en esta ocasión nuestra embarcación se abismó con la cubierta hacia el fondo; no puedo explicar bien que pasó en esos momentos pues mis sentidos estaban abrumados por un insidioso mareo, el estruendo de la marejada y la certeza de que la muerte era ya inaplazable; volvimos a la superficie mucho más rápido de lo que supuse pero no pude sentir cuando el casco se dio la vuelta para salir de nuevo con la cubierta de cara al cielo; fue como si hubiésemos salido del otro lado del mar. Arriba todo había cambiado. Ya no había viento ni rayos; en la altura, la luna en cuarto menguante iluminaba con un fulgor color azul que nos permitía presenciar todo con una luminosidad similar a la del sol en el cenit. A lo lejos veíamos y escuchábamos el huracán; estábamos ahora bajo la claridad y calma chicha del ojo. Admirábamos esa magnificencia cuando notamos un golpeteo arrítmico a nuestro alrededor, un chapoteo macabro y desconocido. Volteamos hacia babor y estribor para conocer el origen de esa horrible cacofonía y lo que vimos casi nos hace caer por la borda: Del cielo estaban cayendo todos los infortunados que horas antes estaban contando sus chácharas supersticiosas a la luz de la vela, bebiendo ron y acompañados de sus alegres camaradas. Algunos de ellos se quedaban flotando como albatros unos instantes para luego hundirse ante las fauces de esta bestia que tenemos enfrente; gracias a esto pudimos notar que todos ellos habían muerto de terror pues en sus semblantes pálidos se reflejaba un rictus conmovedor provocado por algo más sobrecogedor que la misma muerte. Fue en este momento alucinante cuando el cordelero comenzó a reírse a carcajadas mientras miraba a barlovento. Un bramido semejante al paso de miles de barcos de guerra sonando sus cañones se levantó del mar. Vi entonces que un enorme remolino se formaba ante nuestros ojos. Nuestro buque se sacudía con un zumbido atronador; de repente dio cuatro giros sobre sí mismo y tomó rumbo al embudo de agua a toda velocidad. Para esos momentos agónicos aquel hombre se burlaba de nosotros haciendo gestos extravagantes mientras rezaba una extraña plegaria en un idioma desconocido.

 

Entramos entonces a la boca del remolino mientras la furia del huracán nos golpeaba de nuevo. Estábamos a punto de abismar. Mis camaradas y yo nos habíamos amarrado a las armellas de popa y nos tomamos de la mano para recibir a la muerte. Tratábamos de darnos ánimo pero nuestras voces eran tragadas por el sonoro cataclismo y la carcajada del cordelero que se elevaba por encima de todo. Fue en ese instante cuando otro rayo formidable color rojo surcó el firmamento y dio de lleno contra aquel. Vimos que su cuerpo se incendió en un holocausto color verde mientras gritaba improperios contra el cielo. Antes de irnos de pique hacia el abismo sucedió el milagro: El cascarón de nuez sobre el que estábamos se elevó por la fuerza del vendaval hasta una altura desde donde podíamos ver aquel fenómeno de la naturaleza en toda su extensión; el huracán reinaba por todo lo que alcanzaba nuestra vista. El cordelero tenía entonces la vista puesta en las alturas, pero ya no reía ni se movía; solo era un destello color verde que se iba intensificando. Otro rayo lo desprendió entonces del mástil y este se elevó como una gaviota con los brazos extendidos, los ojos iluminados y una sonrisa sardónica de demonio. Supusimos que nuestro fin había llegado y comenzamos a gritar con toda la fuerza de nuestros pulmones. El maestro cordelero se fue volando hasta confundirse con las demás estrellas del firmamento y nosotros comenzamos a caer. Antes de impactar con el muro líquido un poderoso golpe del huracán hizo pedazos nuestra embarcación y todos quedamos a su merced. A mí me encontraron colgado de este faro por medio de mis ropas totalmente desmadejado, murmurando el nombre del maestro cordelero y jurando que era un demonio y había maldecido esta tierra. A mis queridos camaradas los encontraron tierra adentro gracias a los albatros, medio devorados por las bestias y con la misma expresión de miedo que tenían aquellos fardos que vimos caer bajo el ojo de la tormenta.

 

Aquella vez, la mayoría de los hombres de este pueblo fueron devorados por el mar, perdimos todas las embarcaciones y nuestras casas fueron arrancadas como si fueran ceniza de papel quemado. Nos quedamos sin nada, pero una vez repuestos del terror nos levantamos del desastre y volvimos a empezar. Tierra adentro fue igual o mucho peor. El meteoro golpeó con la fuerza de una roca e inundó ciudades enteras, mató animales y acabó con toda la agricultura. Fue una noche de pesadilla también para ellos. Estoy seguro ignoran que todo esto fue producto de una maldición, seguro ignoran todo sobre el maestro cordelero y todo aquello que tuvimos la fortuna de presenciar.

 

El viejo al fin termina su relato y me mira a los ojos para ver si encontraba alguna respuesta. Solo guardé silencio mientras bebía un poco de mezcal de la sierra; luego me levanté para retirarme sin decir una palabra. Cuando llegué hasta el borde de la playa el hombre me gritó:

 

-No ignores lo que acabas de escuchar, no pierdas tu tiempo y dinero. Haznos un favor y retírate mañana; no queremos que la maldición vuelva a arrebatarnos todo.



Cómo había dicho antes, jamás haría caso a este tipo de supercherías; llegando a casa me puse a contactar a todos mis agentes para agilizar los trámites de construcción y legalización de todos los documentos que me acreditarían como dueño absoluto de este lugar paradisíaco.

 

Ya tenía casi un año en esas tierras y desde entonces ciertas pesadillas no habían dejado de asaltarme mientras dormía; terminé por admitir que el relato del anciano había afectado mucho mi ánimo no obstante siempre me consideré como un hombre libre de fantasías; soñaba entonces constantemente que una triada de mujeres con rasgos afroantillanos llegaban a hablarme sobre la urgencia de procrear un hijo con alguna de ellas, luego veía que las tres se desnudaban mostrándome su sexo; del vientre de una de ellas que decía llamarse Circe salía un ser alado y ojos brillantes el cual me tomaba por los cabellos y me llevaba ante la presencia del mar en donde un enorme remolino abría sus fauces para devorarme; el ser me arrojaba hacia el abismo y antes de caer este se transformaba en una vulva que terminaba por tragarme entero mientras la risa de miles de mujeres se levantaba por todos los confines. Otras veces me veía cuando apenas era un niño, encerrado dentro de una enorme casa abandonada. Afuera reinaba una gran tormenta; a través de las ventanas veía solo destrucción y a miles de personas que pasaban volando mientras me señalaban con el dedo con aire reprobatorio.

 

Pero ni estas pesadillas habían logrado hacerme renunciar a mis proyectos. Un suceso extraordinario del cual aun no encuentro explicación que no sea venida de otra pesadilla terminaría convenciéndome a desistir. Para los días de octubre esperaba los últimos muebles para terminar de apuntalar los detalles del proyecto inmobiliario; estos llegarían embarcados el siete de octubre en un carguero que atracaría en los muelles que están muy cerca de lo que sería mi imperio. Esa tarde me senté sobre el viejo faro que construyeron los portugueses a esperar un buque bautizado como Francis. El viejo Santiago me acompañaba. Había dejado ya de contarme más historias de superstición y evitaba tocar el tema de mi empresa. Antes de las diez de la noche se despidió y me encaminé entonces hacia los muelles. Me sentía un poco mareado y desorientado, con mucho calor y un desosiego en el corazón que no me permitía estar tranquilo. El mar me parecía sobrecogedor. A las doce de la noche divisé el Francis: Un enorme buque de carga inglés que había sido armado en los astilleros de Birchwood Marine. No sé si fue el mezcal que bebí con el viejo Santiago, no sé si fue la mariguana que fumé, el caso fue que en los momentos en que el buque entraba sonando sus enormes bocinas sufrí un desmayo; antes de perder la noción del tiempo y el espacio que ocupaba vi un enorme rayo surcar el cielo y golpear directamente la enorme mole flotante; vi también la figura de un hombre gigantesco pasar volando desde el Este con rumbo hacia el mar. No supe más de mí. Ahora estoy en un hospital de Inglaterra. Mis amigos dicen que estoy vivo de milagro pues muy pocas personas sobrevivieron a la catástrofe. A mí me encontraron flotando en las costas de Yucatán atado a un barril y murmurando a un tal maestro cordelero y suplicando por la presencia del pirata Francis Drake. En las noticias fue donde me enteré que el huracán Waldo había arrasado con las costas de buena parte de Sinaloa y el valle de Culiacán. De la tierra en donde había construido mi futuro emporio nada quedó. Solo sobrevivieron cuatro personas: El anciano que sembrara pesadillas en mi alma y tres mujeres muy jóvenes de origen haitiano. A los cuatro los encontraron cantando un himno en lengua papiamento y con una enorme felicidad en el rostro: “Un santu ku tá lòs kónòpi”

 

Waldo Contreras López

 

Waldo Contreras López.


Narrador y poeta.

Nacido en Culiacán, Sinaloa, Mexico. Licenciado en psicología. Estudiante de Lenguas y literatura hispánicas para la Universidad Autónoma de Sinaloa.


Colaborador en Revista “Pitraña”, México (narvíboros). 
Colaborador, editor y columnista en Revista “Delatripa”, narrativa y algo más.
Ha colaborado en Revista “El Guardatextos” y Revista poética “Azahar”.


Actualmente radica en Guadalajara Jalisco, México.

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