Cultura

Es que, com este nombre | Waldo Contreras López

Acalorado, lleno de lodo, con las manos ampolladas, pero sonriendo, aquel niño de once años sentía al fin un poco de orgullo por portar un nombre que a todos siempre les pareció el más horrible que se le pudo ocurrir a alguien. No importaba que los vecinos lo hubieran puesto a trabajar como albañil pues al fin le daban la importancia que nunca antes le habían dado.

 

-Todo es tu culpa- le decían entre burlas y carcajadas para luego poner en sus manos una cubeta, una pala para remover lodo, un machete para cortar ramas o un trapeador para secar los charcos que inundaron las casas de aquel barrio ubicado al sur de la ciudad. La capital del estado había resistido poco los embates del huracán que azotó al entrar la media noche. Al salir el sol el barrio estaba convertido en una masa de escombros.

 

Hacía apenas unas horas el pequeño estuvo espiando por las ventanas aquello que le pareció un monstruo gigantesco. Tuvo muchísimo miedo y ni la cercanía de su madre lo podía apaciguar pero aun así estuvo durante más de una hora observando el cómo aquel fenómeno destruía todo con un estruendo que lo ponía a temblar; no se despegó de la ventana aún y cuando miles de relámpagos y truenos cimbraban los cimientos como si estos fueran de gelatina; se sentía muy valiente por esto pero, le hubiera gustado ser más atrevido y salir tras su padre cuando este, excitado de borrachera y cocaína, saltó a la calle para demostrarle que aquel ventarrón no podía levantar a una persona del suelo; supo que había hecho bien en no salir tras ese loco cuando lo oyó maldecir a gritos entre los truenos y el bramido:

 

-¡Chingas a toda tu puta madre! ¡Esta chingadera va en serio! ¡Abre la pinche puerta vieja!



Se asomó por la puerta de la sala para ver a su padre entrar a tropezones y cubriéndose la cabeza con un trozo de camisa; alcanzó a ver cuándo el aire le arrebataba la cerveza de las manos y se iba volando hacia el cielo iluminado por una luz estroboscópica de tonalidades entre el azul tenue, el verde subido y el rojo tipo lumbre; un pedazo de madera de algún árbol le había golpeado la cara rompiéndole la nariz. Escuchó a su madre decir entre risas con un tono entre orgulloso y sardónico:

 

– ¡Por pendejo! ¡Solo a un viejo marihuano y borracho se le ocurre salir a qué lo mate un rayo o se lo lleve el aire! ¡Ay viejo! ¡Estás tan güilo! De pura chingadera no vas a aparecer colgado de un árbol o un poste. Su padre tenía el rostro bañado en sangre y su cara tenía un gesto dolorido pero aun así, le acaricio la cabeza y le explicó con una seguridad que le causó cierto tipo de emoción:

 

 

¿Ves?, ¡pinche caguiche culón! Esta putada no puede siquiera levantar a un hombre flaco como un caballo ¡menos podrá tumbar una casa como la nuestra! 

 

Al fin tendría algo bueno que contarle a sus amigos y compañeros de escuela acerca de aquel borracho del que todos se burlaban y nomás mencionaban como el peor hombre de la colonia.

 

En esos momentos impresionantes pensaba que en cuanto saliera el sol su vida ya no sería igual. Ese huracán llevaba su nombre y eso bastaba para pasarse toda la vida describiendo esos momentos que estaba presenciando. Pensaba en el discurso que narraría a sus amiguitos cuando el ambiente se iluminó por un relámpago que parecía ser eterno; vio enormes esferas fulgurantes atravesar el aire acompañadas de un sonido parecido al de las televisiones cuando pierden la transmisión. La luz era tan intensa que parecía que el mediodía había aparecido por una magia que solo existe en las películas o más allá de la imaginación. Su madre y hermanas comenzaron a gritar y a la lejanía también alcanzaba a escuchar en medio de aquel desastre sonoro los gritos histéricos de las vecinas que clamaban a Dios por la salvación. Lo último que supo es que aquello era el fin del mundo cuando su madre gritaba como loca: “¡El Armagedón! ¡¡Es el Armagedón!! ¡¡Que dios y la virgen nos amparen!!” Se desmayó del susto más por los aspavientos religiosos de las mujeres que por el fenómeno mismo. Cuando reaccionó, ya estaba acostado en la cama de sus padres y encerrado a piedra y lodo. Afuera, el desastre continuaba.

 

Horas después, mientras recogía trozos de madera, lámina y ramas quebradas, lamentaba haberse desmayado y con esto haberse perdido de todo. Era posible que sus amigos hayan visto mejores cosas del huracán mientras él había sucumbido al miedo; jamás les contaría esa parte pues seguro se burlarían de él para todos los días de su vida; solo quería que lo siguieran comparando con el huracán pues eso es algo que no a cualquiera le pasa, así se llame Napoleón, Benito Juárez o Pacho Villa; lo que importa ahora es lo que pasó hace unas horas, lo que contará a sus amigos y lo que viene en los años por delante; hasta se imagina entrando a la universidad y estudiar para ingeniero agrónomo, sonríe al pensar que los maestros dirán sorprendidos al tomar lista de asistencia: “Vean aquí, ¡ea! Gracias a él esta escuela es la mejor de México; hace años un huracán con su nombre destruyó todos los cultivos y desde entonces ¡todo mundo quiere estudiar esta carrera!”. Sin duda sería el alumno más famoso gracias a ese nombre y al meteoro. -tengo que darle un abrazo a papá. Gracias a él, seré un gran tipo- pensó con alegría.

 

Lo que aquel niño ignoraba era que ese nombre que portaba era producto de un error en el registro civil. Su padre pretendía ponerle el nombre de su abuelo: Herculano, pero todo terminó en esas seis letras horribles gracias a la haraganería y poca atención que ponen los empleados de la burocracia. Cuando su madre se enteró del error ya habían pasado meses; ella se dio cuenta cuando fue a darlo de alta a los servicios médicos del instituto mexicano del seguro social; sus padres decidieron no corregir el error. Como sea, para aquel niño, el nombre nunca fue importante sino más bien, algo confuso. Su padre a veces lo llamaba Hércules, casi siempre Culano y cuando se enojaba mucho, con el nombre completo: lo llamaba Herculano. Sus vecinos terminaron llamándole Culano al igual que sus siete hermanos además de su mamá.

 

Con el anuncio del huracán todo lo confuso se aclaraba: Ahora todos le llamaban Herculano, tal y como está escrito en su acta de nacimiento. Al fin ese nombre era mencionado con todas sus letras y sería recordado para siempre; el futuro pintaba bien.


Obviamente, el pequeño con nombre de huracán ignora que la gente olvida pronto las tragedias y mucho más los nombres de personas que no conocen.


El huracán sería olvidado y el niño volvería a ser aquel que carga un puño de letras confuso e intercambiable.

 

 

Herculano ignora que, dentro de unos veinte años la gente hasta le cambiará el nombre cada que él mismo lo mencioné:


-Disculpe, señor. ¿Cómo se llama usted?

 

-Herculano fulano de Abraham.

 

– ¿Culano, Bulfrano, Rogaciano, Martiniano Fulano de Abraham?

 

-No, Herculano, con ache al principio.

 

Ignora que tendrá que soportar que le digan que su nombre es horrible.
Ignora que cargará encima al menos una decena de alias. Le llamarán: cahuayana, garrochas, carrizo, varejón, camelias, camel, damiagua, flaco, gualo, perico y otros tantos apelativos incidentales al grado de que hasta se sentirá incómodo y desconfiado cuando alguien le llame Culano o Herculano.

 

Pero el hoy es luminoso y prometedor. El pequeño está feliz no obstante las ampollas, los arañazos y el lodazal que lo tiene todo embarrado. A lo lejos, ve a sus amigos del barrio que se acercan corriendo mientras cantan a coro: “Herculano, Herculano, siempre la anda cagando; ¡¡Herculano!! ¡¡Herculano!!: ¡¡En todo se ha chingado!!” Llegan al fin y lo abrazan, le dan de coscorrones y luego lo levantan como un héroe pues gracias a él no tendrán que ir a la escuela por lo menos un mes entero. Él les cuenta su historia nocturna y sobre su padre; todos le dicen:


“Que chingón! ¡Que puta fuerza tienes! ¡Arrasaste con la colonia y hasta la termoeléctrica te madreaste! ¿Tu papá? ¡No! ¡El sí es un pendejo! Te lo hubieras llevado volando hasta dejarlo colgado en una palmera de Altata”

 

Mientras tanto todos los hombres adultos se han juntado a reflexionar y medir la magnitud de la desgracia, con sus botellas de vino y cerveza, mientras las mujeres planean la venta de legumbres para reunir dinero y ayudarles a doña Nena, doña Locha y a Evelia a comprar las láminas de lámina, cartón y asbesto que se llevó el chingado Herculano y quién sabe en qué barrio fueron a parar.

 

Al caer la tarde los adultos llaman a todos los niños de la cuadra y los cargan de trabajo. A cada uno le dan una carretilla de albañil llena hasta el tope de toronjas, guayabas, calabacitas, pepinos y tomates para que se vayan al mercado de abastos a venderlas.

 

El pequeño no puede evitar una lágrima de emoción cuando don Tino le entrega su herramienta de trabajo. Es la única que lleva nombre y es el suyo; parece un barco pesquero; el viejo le asegura que él es quien venderá toda la carga nomás por llamarse así. No lo piensa dos veces, agarra se carretilla y, junto a sus amigos, toma camino y se van cantando a coro y entre risas, felices e inocentes de las tribulaciones adultas y el futuro que les espera, una vieja canción:

 

 “Como a las once se embarcan los niños, se embarcarán en un pinche carretón, y yo quisiera mandar a Herculano pa’ detenerles su navegación”.

 

Fotografia de Waldo Contreras López


Narrador y poeta. Nacido en Culiacán, Sinaloa, Mexico.


Licenciado en psicología. Estudiante de Lenguas y literatura hispánicas para la Universidad Autónoma de Sinaloa.


Colaborador en Revista “Pitraña”, México (narvíboros).


Colaborador, editor y columnista en Revista “Delatripa”, narrativa y algo más.
Ha colaborado en Revista “El Guardatextos” y Revista poética “Azahar”.


Actualmente radica en Guadalajara Jalisco, México.

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