Cultura

El enigma de Santos | Waldo Contreras López

Sentado en la pequeña escalera del portal, Santos observa la caída del sol sobre los techos y las antenas de televisión del barrio. Hace frío; un viento que sopla desde hace tres días, pone todo en estado de lamentación; ese clima que parece haber brotado de la tierra como un reclamo nomás empezó a existir la ciudad, arruina el plan apresurado que le come los minutos como una insidiosa polilla. Arropado con una chamarra de pana color café y rellena de felpa gruesa como una estufa, apenas asoma la nariz y sus ojos grises; tiene el rostro enrojecido de frío; tiene dudas, tiene miedo y eso significa que también hay esperanza. No era raro en él sentir ese frío: siempre que va a emprender algo nuevo un helar igual de fuerte que el frío beso del nacimiento le cala el ánimo. Hace ya más de un mes que la euforia por la reapertura del hipódromo Agua Caliente se apagó; hace quince días que los estadunidenses, los españoles, los coreanos de la mafia, los rusos, los chilenos, los alemanes, los tailandeses, la pequeña y poderosa clase alta mexicana y toda esa gente cobriza, baja y taciturna venida del sur, empezaron a tomar el rumbo de comienzo a una normalidad buena para unos, pésima y persecutoria para otros. Con ellos se fue el tráfico de dólares; toda la bonanza que esa fiesta supuso, se esfuma para Santos; en la billetera, solo lo queda lo suficiente para que su mujer decida seguir trabajando de mucama en las casas blancas, viejas y ricas de San Diego. Gana el cuádruple que él ahora.

 

Suspira y piensa en ella como se piensa en el desprendimiento irremediable de las hojas en otoño. Quince años juntos y todo parece consumirse poco a poco como un cirio. Unieron sus vidas cuando ambos tenían la adolescencia quemándole las entrañas; ella quince, él apenas dieciséis. Recorrieron juntos la costa del mar de Cortez hasta que pararon en Tijuana, hasta que el sueño americano los detuvo en ese lugar que nadie quiere con la firme convicción del hasta aquí, porque no queda de otra. A ella, no quedándole de otra porque su carácter Yaqui sabe que una sangre como la que le pulsa bajo la piel es capaz hasta de cargar un muerto o un alma enlutada para siempre; ella sabe que allí o dónde sea es suficiente o hasta que el esqueleto se derrumbe como una guerra. A él, no quedándole de otra porque le da igual: porque nunca tuvo padre, porque tuvo madre a medias, porque el mundo es una mitad apenas soportable y porque de esa mitad dispareja siempre obtuvo la migaja, porque por esto y aquello es lo mismo allí, con ese frío inmemorial del nacimiento y esos huesos sin semilla, sin pasado ni futuro. Solo el abundante pelo en el pecho y la cara, solo su talla española de origen catalán, solo la piel blanca como leche agria, solo ese carácter impávido y resignado, le indican que fue al menos engendrado con la furia de la pérdida y eso le ha dado la fuerza para decir que poco es suficiente.

 

Pensaba en Ángela y se dijo: “hoy no vendrá, eso es seguro. Este frío y este viento es el pretexto que espera. Y a mí, no me queda de otra que irme antes de que vuelva a retacarme en el hocico la dolariza y la poca hombría. Pero, ahora que regrese de con Lolo, lo haré para llenarle su culo moreno de billetes verdes. Cuando regrese hasta tendré para pagarle un buen amante”.

 

Miró el reloj y supo que Heliodoro no llegaría antes de que el teléfono sonara con ese timbrar de estación de bomberos y le dijera, mediando la distancia entre él y esa mujer ausente desde hace poco, con voz fría y lejana: “hoy no voy a poder ir”; con ese tono, con ese gozo de la artimaña inevitable y subrepticia, orgullosa y empoderada. A las siete en punto, un puñado de fierros cayeron al suelo. Tomó el auricular y dijo:


-¿Bueno?


-Santos, no llegaré a casa otra vez. La señora Orlandi, necesita que le arregle el jardín y la cocina mañana temprano antes de que lleguen sus hijos de Nueva York.

 

-Ok…ok, lo sé; pues yo, me voy con el Lolo. Tampoco podré volver hoy. Quizás vuelva algún día.

 

-El drama, el santo del drama vuelve a la carga.

 

-Carga es no poder nunca más verte como hace quince años allá en Guaymas. Cuando el fuego no se enfrió como ahora enfría este puto airazo…este puto clima, esta puta ciudad.

 


-Lo dicho: el dramas. Nunca cambies.

 


-Nunca.


-Chao.

 

-Chao bye.

 

-Click.

 

-Click, me saludas al Juanelo.

 

-…Click, chao bye.

 


“Chinga tu madre” -pensó, y aventó la bocina.

 

-¡Hey! ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Ok! Pues…click, dale de cenar a las plebes y… -alcanzó a escuchar mientras se encaminaba a la salida y tomaba las llaves de la casa. La voz de Ángela se apagaba poco a poco como un adiós hasta pronto, segura de que ese hombre enlutado desde la procreación era incapaz de mover un músculo fuera del influjo de su estar de hembra ganadora. Esa voz se alejó helada, como llevada por ese viento oscuro. Se sentó de nuevo sobre los peldaños de madera y pensaba en su hombría degradada pues cayó en la cuenta que en realidad esperaba la llamada de su mujer como el motivo de quedarse, aunque no tuviera más porqués. Las luces del Grand Marquis de Heliodoro al dar la vuelta en “u” sobre la calle enlodada le dijeron que tenía razón. Bebió el último trago de cerveza, escupió y sintió el amargo sabor de la cocaína en el paladar y la garganta se le entumeció como si una mano enguantada le hubiera hundido los dedos en el cuello; su estómago hizo una arcada y vomitó un poco de espuma; hizo una seña de saludo con la botella y dijo con voz arrastrada que quiso ser un grito: “¡Ya! ¡Vámonos a la chingüenta de aquí!”.

 

Conoció a Heliodoro cuando ambos vivieron en un poblado de la niñez, en la región del Évora, vasta planicie próspera y hermosa. Eran primos lejanos, muy lejanos y solo unidos por esos matriarcados que suelen formarse tras la miseria que dejan los hombres que nunca vuelven. Ese hombre de hoy, ese pariente moreno, de rasgos mayos y vestimenta de dandy de los años cuarenta estadunidenses, había crecido también en medio de la pobreza: pobreza de mujer viuda, pobreza que suele ser peor que la de una mujer abandonada. Aquel niño siempre quiso ser más de lo que su madre le inculcó; siempre quiso tener más y ese deseo infantil lo llevó a buscar en la sierra lo que el valle le negara. Ese Heliodoro de hoy en nada se parece a aquel prieto mal vestido, mal comido, mal amado y sobajado que fue en aquella hombría temprana. Ahora es uno de los muchos capos prósperos y carismáticos que florecen como carreteras en todo el noroeste del país.

 

Subió al coche y de inmediato se sintió como en un nuevo hogar cálido y generoso, oloroso a mariguana y whiskey, ajeno al calor de las mujeres y las llanuras frías del ser abandonado de formas incompletas. Heliodoro le sonrió con toda la mueca que la enorme boca le permitía, mostrándole las incrustaciones de oro y diamante, con ese aroma a alcohol y ese bouquet de Paco Rabanne que le sale del cuerpo cada que expresa excitado una palabra y manotea.

 

-Desde este momento olvídate que tienes home, olvida que tienes woman, olvida que tienes son and daugther, que tienes work, city y own choice. Ahora, soy tu único amigo, casi tu padrino, lo único que tienes y te habla es lo mejor que te ha pasado -le dijo con una mueca seria, mirada torva y labios temblorosos.


Santos agarró la botella de Jack Daniels y le dio un largo trago.

 

-Traes caspa del diablo?

 

Heliodoro ríe a carcajadas mientras toma la pendiente de la avenida Sánchez Taboada a toda velocidad.

 

-Mi’jo. Conmigo, eso te va a sobrar -le responde posando una de sus manos enjoyadas sobre el hombro y acercando la boca en su oreja continua: Vida te va a faltar para culearte a todas las viejas que te van a caer sin que tengas que pagarles un peny. Dinero te va a sobrar hasta para que le compres el rancho aquel de tu abuelo a la mula prieta de tu esposa. Ella vale oro y merece un rey y un reino.
– ¿A dónde vamos?

 

-A Tecate. Hay que recoger a un venezolano y una prieta beretta que compré para ti. De allí nos vamos a Mexicali a montar el negocio. Ya nos están esperando unos burros hondureños y la carga está ladeada con rumbo a los yunaites.


Hicieron una parada en la cueva del peludo para afinar detalles y conveniencias.

 

-Con la conveniencia se llega a cualquier lado, se alcanza cualquier meta y se hace lo necesario -le dijo Heliodoro, para abrir el diálogo.

 

-¿Y yo, que voy a hacer?

 

-Primero, vamos los tres a recoger la maleta de la gloria.

 

-¿Hay que matar gente?

 

-Tú, no. La pistola es por si acaso. Porque siempre existe ese pinche por si acaso.

 

-¿Entonces, que voy a hacer para ganar dinero?

 

-Demasiadas preguntas, mi’jo. En chicali serás el encargado de cuidar una casita bien especial. Allí, es como si fueras Salomón: Los panes y las panochas te van a caer del cielo -dijo por último.

 

 

Ya en el camino, Santos sacó de una ruinosa mochila de viaje un cartucho de música y lo puso a sonar en el lujoso estéreo del automóvil. Un hombre de voz apesumbrada cantaba: “voy a brindar, por ti, porque tú ausencia me ha vuelto a la realidad, sin tu presencia las cosas no son igual”, mientras otro, de voz aguda y horrible interactuaba diciendo: “vuelve, te pido, vuelve conmigo, te amo, te ruego, te extraño”. Heliodoro rio con burla:

 

-Déjate de pendejadas -le espetó con un grito -eso, te va a matar.

 

Sacó el cassette, lo arrojó por la ventanilla y enseguida colocó un cartucho color rojo.

 

-Debes dejar esos lutos y despedidas del corazón. ¡Bienvenido a la edad de piedra!  ¡Esta es la música del camino! ¡Del camino empedrado! ¡Caminante no hay camino, se hace camino al andar! Pero para eso, necesitas un guía…Nada tienes hoy además de mí y esto que ves delante…parece que no te has dado cuenta. Olvídate, repito, de tu mujer. Déjala que cabalgue en otra verga, así sabrá de lo que se pierde ¡yijai!


Sonaron los Grateful Dead.


-Estudié la historia de los Hell Angels, ellos fueron los primeros grandes capos de la carretera. Ese puñado de hombres sin más hogar que el cielo fueron los reyes del camino desde Los Angeles, Las Vegas, arrasando el desierto de Arizona, pasando por Oklahoma, San Luis Missouri, Illinois y llegando hasta la bellísima y próspera Chicago, casa del padrino Al Capone y meca del tráfico prohibido. Esta es mi escuela y ahora es la tuya, perrillo- agregó y tomó a toda velocidad por la vía rápida con rumbo a la garita de Tecate.

 

Llegaron a destino a las tres de la madrugada. El venezolano de nombre Euclides Monzón los esperaba en una de las habitaciones del hotel Hacienda Santana. Heliodoro llegó a la recepción dando un nombre falso y preguntando por un tal Joe Telémaco. La mujer encargada se los comunicó enseguida. Un hombre viejo con aspecto de soldado estadunidense llegó a la sala y les dijo con aire serio y mirándolos a ambos de arriba abajo:


-Usted es el chief que espera el “zurdo”? ¿El tal Lolo?

 

-Yes, It Is -respondió Heliodoro con el pésimo inglés que siempre presumía.

 

-Ok, let,s go, dudes -contestó el rubio -it’s time to start the work. Our business partner awaits us- Luego, dirigió la atención hacia Santos.

 

-Y tú, ¿quién eres?

 

Él le sostuvo la mirada, parpadeando repetidamente y con el semblante pálido. Le contestó:


-Me llamo San… ¡No! Es decir… Claudio.

 

Heliodoro y el hombre rubio se miraron entre sí y sonrieron moviendo la cabeza a manera de negación. Santos se relajó al fin y también extendió una amplia sonrisa mientras suspiraba.

 

-Dude, you’re shitting yourself! -le dijo el hombre dándole una fuerte palmada en el hombro que casi le tumba la gorra de la cabeza -Relax, ¡Claudio!

 

-¿Qué dijo? -le preguntó a Heliodoro.

 

-Que te estás cagando en las trusas. ¡Que te relajes! Urge que tomes clases de inglés.

 

Santos dirigió su mirada de nuevo hacia el rubio y le contestó, con aire solemne:

 

-Yes, it is.


Y todos rieron con sonoras carcajadas. Por último, el desconocido tendió a ambos la mano y dijo en perfecto español:


-Mi nombre es Joshua Phoenix. Vamos pues, con nuestro amigo Euclides. Tenemos una fiesta para ustedes.

 

Heliodoro se retrasó un poco a propósito tomando del brazo a Santos y le dijo: “Por si acaso”. Le entregó una enorme pistola automática.

 

-Mucho cuidado, está cargada.

 

-¡Take it is, dude! Que no cunda el pánico -le contestó Santos con una enorme sensación de poder en el cuerpo.

 

-Más te vale perrillo.



Euclides alias “el zurdo”, un hombre enorme y musculoso, de raza negra y carácter alegre, resultó ser una gran persona. Había caído en la debacle económica luego de que su exitosa carrera como pelotero en grandes ligas había terminado tras una fuerte e incurable lesión en el codo izquierdo. Se había involucrado sentimentalmente con una cantante nicaragüense muy bella y ambiciosa quien lo conectó con los grandes jefes del cartel de Chimbote, Perú, un grupo dedicado al tráfico de hoja de coca, mujeres a Estados Unidos y vinculado de manera indirecta con miembros de la facción guerrillera Sendero Luminoso liderada por un tal Osmán Morote. Todos estos hombres intentaban formar una organización criminal junto con Joshua Phoenix, ex soldado de élite estadunidense que había participado en varios operativos en Nicaragua, Colombia, Las Malvinas y, México, a finales de los años sesenta. Heliodoro Lastra, alias el “loco Lolo”, traficante de estupefacientes y armas a la Unión Americana, cocinero de heroína quien tiene en su nómina una extensa lista de grandes contactos sembradores de amapola y mariguana en el triángulo dorado, es la pieza clave para el éxito del grupo criminal, un viejo y astuto coyote que conoce toda la frontera del noroeste y los caminos ardientes del desierto que ni las águilas procuran desde las alturas.


Joshua le entregó dos maletas llenas de dólares a Heliodoro, cinco rifles de asalto M16, cuatro pistolas Browning nueve milímetros y municiones. La fiesta comenzó. Santos termino trabado de cocaína y revolcándose como nunca en su vida con una hondureña despampanante y muy joven que dijo llamarse Janine y había sido secuestrada cuando viajaba a bordo de la bestia con rumbo al sueño americano.


-Ya lo estás viviendo -le decía Santos, con la nariz llena de polvo y dándole de manotazos en las nalgas -Welcome to the border más culera del mundo, esta es la American way life en el fundillo del continente.

 

Al día siguiente, tomaron camino a Mexicali cuando caía la tarde. Santos llevaba una resaca moral que no podía soportar. No paraba de inhalar cocaína y pensar en Janine. Se sentía triste por ella, tan jovencita, apenas dieciséis años. Pensó en su hija y luego en su esposa. Ella no era tan pobrecita y digna de lástima pero tenía algo entre las piernas y la carne que no podía sacar de su cabeza. Heliodoro le arrebató la bolsa de droga, le dio un par de cachetadas y le dijo:

 

-Ya párale, perrillo. Te quiero vivo y entero en chicali. Lo que te voy a encargar solicita seriedad, fidelidad, cabeza y no ser un pendejo adicto. Necesito que cuides bien el negocio y a mí sobre todas las cosas. Ahora, somos ricos y más seremos si trabajamos con inteligencia.

 

– ¿Qué tan rico soy? -le preguntó Santos.

 

-Tan rico como para que te tranquilices y tomes el control. ¿Crees que soy lo que soy por pendejo?

 

-No.

 

-Pues desapendéjese, mi’jo. Deje esta putada. Usted no es un junior ni diputado. Esto nomás no le va a dejar ver lo que le conviene.

 

-Es que pienso mucho en mi vieja…y en la pobre Janine.

 

-Pues por su vieja haga lo que se le aconseja. De Janine ni se ocupe: Eso le pasó nomás por nacer en ese país culero y por venirse a buscar a esta ciudad un trozo de mierda más grande. Ese es su destino. El nuestro es por otro rumbo. Nada de sentimentalismos. Su vieja se lo va a agradecer cuando usted regrese cargado de billetes hasta para empapelarle la cantona y limpiarles las nalgas a sus hijos. 

 

¿Estamos, hommie?

 

-Yes, it is…


Las cosas en Mexicali comenzaron mal para Santos. Habían tenido una reunión con un grupo de policías y proxenetas que les facilitarían el tráfico de mujeres dentro de una bodega rentada para estos fines. La reunión comenzó con los detalles más importantes: La fachada tendría la forma de un negocio de venta de artículos deportivos para la práctica del béisbol, gorras, souvenires, además de renta de estacionamiento y mini bodegas para guardar todo tipo de cosas. En los galerones del fondo montarían el laboratorio de heroína. El cocinero sería un viejo bisexual llamado Mateo, apodado el Reed. La encargada de dar cara por la tienda deportiva sería Janine. Santos se encargaría de “las ventas nocturnas” y la empresa de recibir las mercancías. Le asignaron dos guardias de seguridad: policías vestidos con uniformes de una empresa privada llamada SEPROSA. A todos, por último, les dieron identificaciones oficiales falsas y radios de banda ancha. Luego, todos se fueron a una fiesta que les organizó el jefe de la policía municipal en un lujoso bar. Bebían alegres y acompañados de mujeres.


Joshua le preguntó a Santos:

 

– ¿Te gusta el proyecto, Claudio? ¿Estás feliz?

 

-Yes, it is. Pero no me llamo Claudio. Mi nombre es Santos.

 

-Yes, i know it, le contestó.

 

-Sabemos cómo te llamas y dónde vives, por si acaso -le dijo Euclides -pero aquí tú te llamas Claudio. Eso dice tu credencial de elector y tu licencia de chofer.


-Ok -contestó con tristeza Santos pensando que con ese nombre Ángela no podría encontrar su cadáver jamás si es que alguien llegara a matarlo por aquello de los “por si acaso”.

 

-Esos pinches por si acaso parecen inventados por la muerte -dijo para sí.

 

-Pues en esto nos metimos -le dijo Euclides- la historia de nuestras naciones está fundada con la mano mañosa de la muerte, muchacho.

 

-Yes, i know it.


Casi a la media noche llegaron unos motociclistas haciendo gran escándalo; escogieron a las mejores muchachas y todos se sentaron en la barra. Cantaban canciones norteñas y gritaban improperios. Heliodoro los miraba largamente mientras bebía whiski en las rocas, lento como una víbora, con un gesto de furia en su rostro. Cuando nadie lo esperaba, este se levantó sin prisa de la mesa y dirigió sus pasos hacia donde estaban los motociclistas, recargó el pie izquierdo en un banco, se acomodó la pistola en la cintura bajo el saco y gritó:


-¡Vean aquí a un grupo de payasos! Estos indios culo cagado se creen los ángeles del infierno y no son más que pinches tlacuaches quienes el único polvo que conocen es el que su madre deja sobre los putos muebles de pobre que han de tener en su casa.


-Cálmese, compa. Aquí todos somos amigos. No hay porque ponerse repunante -le contestó un muchacho bajo de estatura y muy joven.

 

-Amigos mis huevos que no se separan y repunante, mi culo.

 

Santos estuvo a punto de pararse y sacar la prieta beretta pero Euclides lo detuvo con una sonrisa.

 

-Espérese, Claudio…nada va a pasar. Aquí no va a ver balazos.

 

Pero Heliodoro parecía dispuesto a ver correr la sangre.

 

-Venimos de sonora -interviene otro motociclista también muy joven -en son de paz.

 

-Sonora balacera la que los voy a chamuscar, cabrones; me vale una chingada si vienen del Vaticano.

 

-¡Pero hombre! ¿qué le molesta?

 

-Que tengan ahora a las mejores plebes de chicali sentadas en sus pinches piernas. Que sean unos indios que se creen la verga.

 

Los demás motociclistas rieron. La cantina estaba en silencio. Heliodoro acariciaba la cacha de la pistola.

 

– ¿Pues de dónde es usted? Está aún más prieto y guapo que nosotros, con esa boca tan floja y esa sonrisa del millón de pesos. No creo que sea racista. ¿Es el dueño de la frontera?

 

-Soy de Sinaloa, culeros, donde se dan los hombres.

 

-Las nalgas unos con otros -respondió un hombre enorme y viejo, moreno, lleno de tatuajes, de cabello largo y hermoso.

 

-¡Ora pues! -respondió Heliodoro sacando su arma -¡ábranla que lleva bala y en la punta purgación, mayates!

 

En ese instante el infierno se desató. Empezaron a volar botellas y sillas por todos lados. Heliodoro le gritó a Santos:

 

-¡Perrillo! ¡bríncale a los chingazos, que para eso te traigo! ¡Bríncales, antes de que nos saquen los dientes!

 

Santos saltó al ruedo para demostrar que merecía un lugar en el círculo. Empezó a lanzar golpes como troyano dentro de un torbellino arrasando con un bosque. No supo cuántos golpes asestó ni cuántos recibió. Lo último que vio fue a Heliodoro apuntar la pistola hacia él. Después, las luces se apagaron por un gran estallido. “Ese Lolo es muy listo… disparó a las lámparas para dejar todo a oscuras y provocar confusión. Es como un Mario Almada el cabrón…muy listo…muy listo…muy listo”, se decía dentro de la oscuridad enorme, silenciosa y plácida. Era como si con la ida de la luz su cuerpo también se hubiera desconectado del sentir y le quedara nomás el hablar hacia la nada.


Despertó al día siguiente con un fuerte dolor de cabeza, una mano fracturada, un ojo reventado en una hinchazón púrpura y la nariz rota. Estaba recostado en el piso y rodeado de cajas de cartón, bultos de ropa por aquí y por allá. Janine estaba acomodándole el vendaje.

 

-Al fin despiertas.

 

-¿Dónde estoy?

 

– ¿Pues donde más? En la frontera más culera del mundo.

 

-No chingues. ¿De veras, donde estoy?

 

-En Distribuidora de Artículos Deportivos y Souvenires DADYS. Estás ahora en la bodega reponiéndote de una megaputiza que te dieron unos motociclistas. De no haber sido por el Lolo, te hubieran matado.

 

-¿Dónde está ese güey?

 

– Se largó a Chicago a amarrar unos conectes.

 

-¿Dejó algo para mí?

 

-Yeah. Allá está una maleta roja. La llave está dentro de una caja fuerte. La combinación te la va a pasar por teléfono. Este es el número. Llámale en cuanto puedas.

 

-¿Dónde puedo encontrar una cerveza?

 

-Ahorita te traigo unas Budweiser y comida china. La caspa del diablo está debajo de la caja registradora.

 

-Esto es el paraíso.

 

-Tu culo. Bienvenido al infierno “tigrillo”. Te va a hacer falta descansar porque apenas viene lo peor; ser parte del DADYS club requiere algo más que aguantar madrizas y periquear como loco.



Al anochecer, Santos al fin pudo ponerse en pie y lo primero que hizo fue hablarle a Heliodoro.

 

-Padrino, ¿cómo estás?

 

-Muy bien, casi llegando a donde viven los peces gordos. Hicimos una parada en las Vegas, estaré un par de días aquí. ¿Cómo estás tú?

 

-Bien madreado pero listo para la acción.

 

-Diste una buena impresión a nuestros colegas. ¡Jijo de la chingada, parecías un tigre, recabrón! Repartiendo chingazos a lo pendejo. ¡Lástima que te noquearon de un sillazo!

 

-Poca madre. De milagro no me mataron.

 

-El que sí murió fue el pinche Hércules Yaqui motorizado. Quiso darte el golpe de gracia con lo que quedaba de la silla pero se llevó un balazo en la mera maceta.

 

– ¡Chingá! ¿A poco hubo muertos?

 

-Pudo haber al menos uno más: usted, pinche tigrillo. El tigrillo Claw, te apoda ahora el fénix.

 

-Mierda!

 

– ¿Qué? ¿No te gusta el apodo?

 

-Es mejor que “perrillo”. Apenas puedo creer lo que pasó.

 

-Vas a ver cosas peores, Santos. Mucho peores. Pero también vas a conocer la gloria.

 

-Oye Lolo, necesito una parte de mi riqueza.

 

-Ve a la caja fuerte. La combinación es 21111975. Allí está la llave de tu maleta y un regalo que te dejó la vieja del “zurdo”. Chao bye mi tigrillo. No sabrás de mi hasta dentro de quince días. Trata de disfrutar lo que viene…y, háblale si quieres a tu esposa para que al menos sepa que estás bien, madreado, pero bien…y con billetes.

 

-Gracias, padrino.

 

-No es para menos. Ese dinero te alcanza para mucho. Procura no gastarlo en pendejadas.



Santos casi se va de espaldas cuando terminó de contar los billetes de su maleta. Tres mil dólares en billetes de cien. Estuvo a punto de llamarle a Ángela, pero se contuvo. Prefirió pensar que esa mujer estaba en esas horas feliz de la vida teniendo sexo a morir con el tal Juanelo. Volvió a mentarle la madre y mejor se fue a buscar a Janine.

 

El primer mes transcurrió sin sobresaltos que valieran una preocupación. Las cosas estaban tan bien estructuradas que todo parecía de verdad un negocio con todas las de la ley. Lo feo empezó a partir de los dos meses cuando tuvo que recibir el primer cargamento venido de Perú y Colombia. De Perú, la hoja de coca, de Colombia, precursores químicos y mujeres. Eran todas muy jóvenes, algunas eran prácticamente unas niñas.

 

 

– ¡Puta madre! ¿A poco van a poner a putear a esas morrillas? ¡No chinguen! -le decía Santos al Reed- no sé qué chingado placer pueden encontrar en cogerse a esas pobres desnutridas.


-De que hay gente que le gustan los niños, la hay. ¿A poco no sabías que, al Papa, a Raúl Velasco, a Xuxa y al cardenal Posadas les encantan? Por otra parte, a estas pepillas no las quieren para ponerlas a vender el culo. Las traen para rayar amapola, empacar cocaína y negra tomasa.


-¿Seguro?

 

-i’ts shure, mi tigrillo. Este clan tiene sus reglas y ética humanista. Usted, don’t worry. ¿O qué chingado? ¿A poco le gustó alguna de esas lolas?

 

-No, ¡para nada! Nomás pregunto. Como encargado debo saberlo todo.

 

-Como cocinero te digo que uno debe de interesarse en lo que le conviene.



Santos se quedó pensando en las adolescentes, casi niñas. Inhaló cocaína e intentó imaginar desnuda a una de ellas. No pudo. Trato de imaginarse desnudo frente alguna de ellas, quiso sentir deseo, pero solo consiguió que las entrañas se le anudaran de alguna forma en rededor de unas fibras hasta entonces desconocidas de su alma. Supo entonces que ese tipo de imágenes y pensamientos eran lo peor que le había pasado. Nada que ver con los pensamientos de la supuesta infidelidad de Ángela. Esto era real porque sabía que esas niñas no nomás venían a hacer lo que el Reed dijo nomás para ocultar esa parte de su mundo mental que le avergonzaba como el más recóndito de los deseos. Sintió mucha culpa.

 

La venta de heroína al menudeo comenzó a levantar a partir de los tres meses. Los encargados de la seguridad, los dueños del bar “el capomo”, las prostitutas sudamericanas y hasta las niñas estaban promocionando muy bien el producto. Con el auge comenzaron también a llegar los problemas con los adictos. No había noche en que alguien no armara un escándalo o balacera pidiendo material a crédito o alguien clamando hasta la humillación y el llanto por un poco de heroína. Santos no comprendía cómo era posible que alguien sufriera tanto cuando la droga siempre la usó para disfrutar. Él nunca sufrió de esa manera por la cocaína. El reed le dijo: “Es que esta madre es el cielo si lo sabes controlar. Si pierdes el control, tarde o temprano te quema hasta matarte. Pero no lo sabrás hasta probar. Es la mejor droga que se ha diseñado. Se lo que te digo”. Una vez, vio llegar a una mujer rubia y llena de tatuajes conduciendo un auto de lujo. Le pidió dos dosis. Una para ella y otra para su amante. Ambos hicieron la solicitud para ser miembros del DADYS, membresía que les daba derecho de pasar a la tienda para poder inyectarse sin sobresaltos. Reed había instalado una pequeña sala con aire acondicionado para ese tipo de clientes. La amante resultó ser una mujer. Santos y Reed se pusieron a espiar. Santos jamás antes vio a alguien disfrutar tanto de una droga. Las mujeres se quedaron durante varios minutos mirando hacia la nada con una sonrisa de extraño placer y gimiendo como si un largo orgasmo las estuviera levantando hasta el cielo. Una hora después, ambas se desnudaron e hicieron el sexo rodando por toda la alcoba y armando un escándalo digno de una pelea de gatos. Reed las miraba embelesado a través del espejo gessell mientras se masturbaba y decía: “Esa es la forma correcta de disfrutar la heroína, a eso le llamo yo alcanzar el cielo. Mira nomás, lo que hace dios con sus hijitos”.


Se llamaba Clara y con el paso de las semanas, se volvió uno de los clientes más asiduos del DADYS y también, la amante de planta de Santos; quedó subyugada por la apostura de tigre que mostró una vez que la defendió de un adicto que quiso asaltarla cuando ella llegaba a una de sus visitas nocturnas.

 

La compañía de Clara fue providencial para poder soportar el infierno que de alguna manera había buscado porque realmente todo aquello era un mundo infernal difícil de soportar solo o con el juicio sano. Le tocó ver cómo mataban a una prostituta guatemalteca en sus narices, le tocó ver la terrible muerte que tuvo una niña tras inyectarse heroína a consejo de un adicto, le tocó ver cómo el fénix le sacaba los ojos a un supuesto rival, le tocó ver un espectáculo terrible que pretendía proyectar Euclides en un bar de Tijuana: le titulaba el thrill’a gorilla show y consistía en encerrar a una mujer desnuda junto un enorme y viejo gorila el cual era adicto a la cocaína. Era un show de apuestas. La infortunada llevaba oculto en su vagina un pequeño envoltorio con la droga. La apuesta consistía en meter dinero a favor del gorila o la mujer; el gorila despedazaba a la mujer para sacarle la droga o simplemente la dejaba vivir. Con esto, Euclides trataba de competir con la oscura leyenda del donkey show tijuanense, el espectáculo que convocaba a una multitud conformada por los hombres millonarios de América.  

 

Santos prefirió jamás averiguar de dónde sacaban a las infortunadas. Janine aseguraba que esas pobres mujeres que metían al show eran aquellas ocurrentes que intentaban escapar o denunciar a un clan de traficantes de esclavos. 

 

A veces, en medio de la pesadilla y entre las pláticas con Reed, su amante y Janine, recordaba a Ángela y el deseo de verla casi le hacía renunciar a todo para salir corriendo a buscarla y arrebatarla de los brazos del tal Juanelo pero la fidelidad al clan y el dinero que ganaba lo hacían desistir cada vez que armaba un plan para ir en una visita relámpago a la ciudad donde estaba su primer amor.

 

Una vez, Reed le platicó que la mayoría de la gente tiene en su corazón un enigma que se debe de descifrar antes de morir. Dijo que algunos lo descifran antes de tiempo; que, para muchos, ya que encuentran el enigma y lo resuelven según sus armas psicológicas los años que siguen por delante los construyen sobre una vana, parca y aburrida felicidad.

 

Para otros, ese conocimiento es como si el fuego quemara el mundo que conocen dejando todo como recién hecho; esta gente es muy poca, según el decir de Reed, pero es la que trasciende lo común y suele crear o hacer cosas extraordinarias aunque jamás alcanzan la felicidad.


-¿Conoces a alguien así?

 

-Sí. a mis padres y a Freddy Mercury. Estas personas son el ejemplo de lo que te digo.

 

– ¿Ya resolviste tu enigma? -le pregunta Clara.

 

-Yes, i do it. He encontrado que tengo gustos sexuales raros y pienso practicarlos hasta las últimas consecuencias.

 

-Nosotros no hemos hecho ni lo uno ni lo otro -murmura Santos con tono sepulcral. 

 

-Entonces yo vine al mundo a hacer felices a los hombres…al menos por un segundo -cuadró Janine riendo con solitaria resignación.

 

-Estamos perdidos porque ni siquiera hemos buscado el mundo más allá de las narices -le contesta Reed -pero este es un buen lugar para comenzar. Aquí está todo lo que no se debe ser.


-Una vez soñé algo como un enigma -interviene Clara -una mujer enorme y blanca me gritaba que tendría que deshacerme de algo conectado a mis entrañas, que eso había venido a aprender.

 

– ¿Sabes lo que significa?

 

-No Reed, pero tengo miedo desde entonces. Siento que no puede ser cosa buena.


-Así es esto. Así es a veces esto de los enigmas. Se trata de venir a este mundo a aprender lo que nos toca para ser mejores en el próximo mundo. Lo cabrón es descubrir qué vino uno a aprender.

 

-Antes, hace muchos años, cuando fui una mocosa pendeja, creí que la libertad era mi bandera. ¡Y aquí me tienen! ¡Ejerciendo esto equivocado! Acostándome con mujeres y hombres, drogándome con esta mierda y buscando el amor donde no existe. Dice cristo que el amor nos hará libres. Y aquí estoy condenada.

 

-¡Puta! ¡Ya cállate, pinche Clara! ¡Cállense todos! ¿Qué putas vine yo a aprender entonces? -grito Janine llorando.

 

-Sí, ya cállate Clara, cállense todos -agregó Santos.

 

-… Sí…peleando en un pozo -terminó diciendo el Reed mientras miraba a todos y cada uno con ese enorme desconsuelo en sus ojos que brota cuando el mundo empieza a incomodarlo.


La posible existencia de un enigma a resolver en todos los corazones humanos, agravó el estado de aflicción en Santos. Había visto demasiado y seguro estaba que en el mundo nadie debe aprender de la forma en que todos ellos aprendían quien sabe qué cosa. La depresión empezó a tomar forma. Se dio cuenta que estaba muy cerca de odiar todo cuando sentía asco de estar vivo en un lugar como ese -Tendré que acostumbrarme. Esto es como la primera masturbación, la primera vez que espías a las hermanas cuando se bañan o la primera vez que te drogas. Esto, no es otra cosa que la pinche culpa y un hombre no debe andar por el mundo cargando esos cachivaches religiosos -se decía Santos cada que sentía ese nudo en las tripas que casi le hacía llorar como niño.

 

Pudo haber huido del DADYS cuando Clara desapareció llevándose dos libras de heroína y un puñado de dólares de la caja registradora. Revisó la caja fuerte y se dio cuenta de la calidad de persona que era su amante cuando encontró su patrimonio y libra de cocaína intactos. Supo que esa pobre mujer habría de regresar un día, cuando la droga se le terminara. Lo pensó largamente y decidió que esa mujer era mucho peso que cargar. La extrañaría no obstante. Además, allí estaba Janine: Esa mujer eternizada tras la caja registradora, suspirando por una libertad siquiera parecida a la de Clara, moviendo las nalgas a manera de canción triste y al descuido, esperando encontrar a través de la vitrina ese algo que al menos la obligara a salir de allí. Él, por su parte, decidió no huir. Prefirió pagar el robo de Clara con una parte de su patrimonio a ser perseguido por Heliodoro o el fénix hasta la muerte. Reed intentaba consolarlo y le ofrecía heroína para que viajará a lugares lejanos en donde poco había que lamentar.

 

-Nada que consolar -le decía en cada retahíla sobre las maravillas de pincharse las venas con esa sustancia oscura -deberías meterte por el culo tus consejos y respetar cuando trato de encontrar por mi cuenta ese enigma sagrado que no nos permite salir de aquí, pinche jukhead cara de mis huevos.

 

Supo que las cosas estaban por ponerse peor dos meses después. El zurdo Euclides iba cada vez más seguido y aparte de sus socios. Heliodoro y el fénix llegaban por otro lado tratando de no encontrarse con el venezolano. Fue por esos días en que Clara regresó hecha pedazos, arrastrando una niña a su lado y pidiendo por favor un poco de droga. Varias veces estuvo a punto de cerrarle la puerta en las narices, pero no tuvo el corazón para sacarla de su vida.


-Sé que tengo poco que ofrecer por un arponazo pero ese poco es capaz de hacerte feliz -le decía el esperpento temblando de fiebre y poniendo a la infanta como su único escudo para sobrevivir a la mierda en sus venas que le pedía a gritos le curara la resaca.

 

Fue por esos días también en que su ánimo se quebrantaba ante el asedio incesante del Reed. Una vez, cuando estaba a punto de meter la aguja en sus venas, Clara entró a la sala con la niña desnuda. Él y Reed se quedaron boquiabiertos mientras clara ofrecía a su hija. Reed le dijo: “¡ok! Si las cosas son así. ¿Tú qué dices, Santos? ¿Le salvamos la vida a esta pendeja?” Santos no dijo nada. Se desató la cuerda del brazo, puso la jeringa en la mesa y salió huyendo de allí a toda prisa.

 

Caminó durante horas hasta que se encontró, sin saber cómo y por qué, con Euclides quien le pidió subiera de inmediato al coche. Supo que su manía ambulatoria no lo había llevado a ningún lado, sino que más bien lo tuvo caminando en círculos como a los perros callejeros que pierden el rumbo a causa de la lluvia. Había salido a tratar de respirar fuera de todo aquello, pero había sido en vano. No alcanzaba a comprender que sucedía. Creyó que para esas horas estaría fuera de la ciudad, caminando en medio del desierto, luchando contra la imagen del cadáver viviente de Clara y su hija desnuda mirando todo con ojos suplicantes. Su cabeza no le permitió la escapatoria y le sucedió como les sucedía a todos aquellos que duran meses secuestrados: Algo parecido al síndrome de Estocolmo; le pasaba igual a Janine, a Reed y hasta a Heliodoro quien vivía secuestrado por una ambición añeja y escaldada; todos padecían esa maldición y por muy lejos que fueran siempre regresarían al lugar en donde estaba esperando pacientemente la muerte o algo peor para acabarlos. Antes, no creía en esas historias que afirmaban que era imposible salirse del mundo del crimen sin pagar de alguna forma u otra el boleto del andén; pensó que todo eso eran asuntos que se usan para dar más dramatismo a las películas. Pensó en aquel personaje que una vez interpretó Al Pacino. Pensó que su vida es muy parecida a la del triste Carlito Brigante. Al ver en el rostro de Euclides la mueca de la muerte supo que le quedaban pocas horas que contar o bien, el boleto de salida tendría un costo que nunca en su vida podrá olvidar.


-Sí, como le sucedió al buen Carlito. Por muy buena gente que uno intente ser siempre viene algo desde el puto bajo mundo a jalarte las patas y hundirte en la cagada -le dijo a Euclides. Este pareció no escucharlo anonadado por esa vaga sospecha que lo asaltaba y le hacía actuar como un idiota desesperado por dar con aquello que tanto teme.


-Te tengo una propuesta, tigrillo. Te pagaré cinco mil dólares por este trabajo. Solo debes acompañarme a casa a recoger unas maletas repletas de dinero. El montó está en esa bolsa de lona tras el asiento; tómala si es que acaso quieres seguirme a cerrar un negocio.

 

– ¿Y Heliodoro? ¿Y el fénix?

 

-Nadie debe saber de esto.

 

– ¿Qué chingado está pasando?

 

-Algo salió mal en Chicago. Debemos disolver la sociedad.

 

-¿Ellos lo saben?

 

-Claro que no. Por eso vine por ti. Eres el único que lo sabe ahora. Alguien nos traicionó y los del cartel de Chimbote nada quieren con nosotros.

 

-Algo nos espera allá, en tu casa, ¿verdad?

 

-En absoluto, nadie. Recurro a ti porque eres gallo y porque se de buena fe que eres incapaz de traicionar.

 

– ¿Hay que matar a alguien?

 

-No, pero toma esta pistola, por si acaso -dijo Euclides por último mientras sudaba a raudales, tomando carretera con rumbo al norte.


Llegaron al hotel Hacienda Santa Ana a la misma hora de aquel día en el que todo comenzó. Santos sintió que todo eso era un dejah vuh creado por él mismo. Creyó que esa hora era el día que la muerte la había marcado meses atrás como un destino inevitable. Antes de bajar del coche, Santos tomó el bolso con el dinero. Euclides lo miró como si fuera un fantasma.

 

-Por aquello de los por si acaso ¿verdad? -le dijo el moreno con una sonrisa tierna. Pasaron por la recepción sin decir una palabra. Santos notó que la recepcionista tomaba el teléfono mientras la puerta del ascensor se cerraba como un capítulo. Al llegar al piso de la habitación de Euclides Santos sacó la pistola dispuesto a disputarle su vida al destino que le había pintado el fin del camino. Su acompañante tocó la puerta a manera de clave morse y la respuesta fueron cinco disparos que atravesaron la madera. Euclides cayó de rodillas. La puerta se abrió y de esta salió una mujer; el zurdo la miró de arriba abajo respirando la muerte con todas sus fuerzas y gritó con lágrimas surcándole el rostro:

 

-¿Por qué, hija del diablo? ¿Por qué? ¡Yo te di todo -decía rasgándose la ropa, para mostrarle las heridas y golpearse con el puño izquierdo el corazón -te di todo y hoy me clavas un puñal!

 

La mujer sonrió y con infinita sangre fría, le voló la cabeza de un disparo. Santos estaba paralizado de terror, con los brazos colgando y la mirada extraviada. Luego, la mujer apuntó el arma hacia él y le dijo:

 

-Quedan cuatro tiros. ¿Dónde los quieres?

 

Santos la miró directo al rostro queriendo encontrar en esas facciones árabes algún error en los horarios y las fechas del destino. Respiró resignando y cerró sus ojos para recibir la quemadura mortal de la bala mientras un sabor agrio ascendía por la garganta con un rumor de agonía.


-No, a él no.

 

-Ok. ¿Confías en él?

 

-Es incapaz de traicionarnos. Déjalo vivir.


Tenía los muslos humedecidos por un vapor caliente. Abrió los ojos y se encontró con la enorme sonrisa dorada y cruzada en diamantes de Heliodoro.


-Es hora de irnos de aquí -exclamó alegremente su viejo amigo de la infancia tras aventarle un costal lleno de dinero. Luego, se agachó para cerrarle los ojos a Euclides.



-No es algo personal, mi zurdo. Pero gente como tú, de tan buen corazón, no tiene cabida en este negocio. Mira bien a este hombre muerto para que no lo olvides, tigrillo; si quieres ser buena gente vete a África de misionero; en este negocio, en estás ciudades hediondas, de nada sirve ser bueno; si eres bueno, bueno eres para que te maten; aquí está el ejemplo como un cristo negro con el pellejo agujerado y perdiendo todo. Si yo hubiera sido él, más me debía valer el matar a esta pinche vieja asesina. Pero por mis intereses no la mato, no le lleno la maceta de plomo porque es, date cuenta, una mala muy persona y en este negocio solo a la gente mala le va bien. ¿Qué chingado narcotraficante anda pensando poner escuelas en Tecate y luego traerse una gran bola de negros pobres desde suramérica? ¿Qué pinche malandrín anda pensando en patrocinar equipos de béisbol en los barrios más chingados de esta puta ciudad? ¡Nadie! Aquí, en la frontera, en el desierto y en la carretera está gente no tiene cabida y más bien estorba; nosotros necesitamos a la gente jodida, a los putos adictos, a la gente sin esperanza pues son ellos quienes nos hacen la riqueza. ¡Es por eso que la gente como este negrazo con ínfulas de San Martín de Porres merece morir!  -abrazó por la cintura a la mujer y tomó camino al ascensor cantando alegremente y al estilo terrible de Lou Reed la canción This Magic Moments, de Doc Pomus.



-Chévere! -exclamó la mujer por último y lanzándole una deslumbrante sonrisa a Santos.

 

 

Llegaron a Mexicali a las cinco de la mañana. Santos y Heliodoro entraron al DADYS a recoger más dinero y armas. Cuando Santos sacaba su patrimonio de la caja fuerte y lo depositaba en el bolso que le diera Euclides escuchó varias detonaciones, gritos y el llanto de alguien que parecía ser un niño. Luego, Heliodoro salió a toda prisa y con la hija de Clara en brazos.

 

-Te quedas?

 

-Por nada del mundo.


Santos vio por último todo aquello que un día parecía el buen futuro y la bonanza. Suspiró dulcemente y se preguntó a dónde iría a parar.

 

-Odio a los putos sátiros; está gente no tiene madre y cuero les hace falta para hacerles pagar sus chingaderas -dijo Heliodoro cuando iban de regreso hacia la Rumorosa -¿Estabas al tanto de los gustos del Reed y Janine?

 

-Para nada.

 

-Más te vale. Te puedo perdonar cualquier cosa menos eso. ¿Tenías algún vínculo amoroso con la viciosa de la Clara?

 

-No, para nada.

 

-Más te vale. De cualquier forma, ya está bien muerta como muerta está Janine y el puto vicioso del Reed. En paz descansen los tres -luego, se dirigió a la mujer, acariciando el rostro de la niña -no sé cómo es que existen personas con esas perversiones tan bajas, habiendo tantas mujeres hermosas y en edad de aguantar hasta el donkey show, ¿verdad mi reina?



No huían de nada. Solo iban. Heliodoro y Naima celebraban algo que Santos ya no podía entender. El peso discreto de las talegas de dinero significábanle solo muerte a veces, a veces un nervio tembloroso que quizá significara algo cuando de su corazón sacara la pregunta: ¿Para qué tanto si ese tanto es ahora tan poco? A veces también significaba el franco y ominoso futuro que le esperaba. Heliodoro y Naima significábanle ahora la culebra rastrera que un día mencionara un pastor centroamericano de la iglesia cristiana del séptimo día, un hombre bajo y moreno peinado de una forma que vociferando parecía un enorme micrófono, mientras él, Ángela y centenares de personas cantaban alabanzas y gritaban: ¡Aleluya, gloria al señor!. Dos culebras traidoras del desierto, de las luces ciudadanas, del fuego y de la pólvora, del dolor y de la sangre; le significaban aquello de lo que huía: miedo. 

 

Ellos y las talegas de dinero y ese ligero jalón hacia la tierra, ese jalón grave, hacia el origen, hacía el polvo; ese triángulo doloroso era mucho, mucho más que todo lo que aconteciera desde el origen de Caín y Abel hasta la muerte de aquellos que yacen sobre el pavimento en Mexicali mientras una niña simplemente llora como llorara alguna vez Lot ante las caídas de Sodoma, Gomorra y una mujer eternizada en un cúmulo de sal; significábanle el horror surgido desde la primera traición a Dios hasta el llanto de Euclides; significábanle el miedo a las mujeres surgido desde el llanto de Sansón frente a Dalila hasta el llanto de él y la lejanía de su esposa, esa mujer, esa presencia cálida e intangible y ese hombre desconocido llamado Juanelo.

 

-Juanelo, así dicen que se llama el perro -dijo Santos, mirando la caída del sol en los mares brumosos de Ensenada.

 

-En San Diego conozco unos pochos que lo matarían por un piquete de heroína.


-Es inútil: Es un agente especial anti-drogas, según Ángela. Un hijo de la chingada que le paga bien por lavarle la ropa y la verga.


-También a esos pigs se les puede matar.

 

Matar. Desde hace poco, todo significa matar. No se siente afortunado de estar vivo y evadido de los por si acaso de Euclides, del fénix, del Reed y de él mismo. ¿Fortuna para qué? ¿Para qué, si es posible volver a tener a Ángela en sus brazos y llenarle el culo moreno de billetes verdes por medio del asesinato? Miraba el rojo morir del día buscando la respuesta, buscando la hora en que algo lo trajo hasta donde está, viendo otra vez que algo tan cotidiano también tristemente fallece.

 

-¿Fue el día que asesinaron a mí padre? ¿Fue en la hora en que mi madre se acostara con un desconocido y desconociera a medias su primera prole? -Se preguntaba con un nudo en la garganta.


Fue en la hora en que abriera aquella almeja prodigiosa y sacó de esta, por primera vez, el tesoro irrecuperable del amor. Eso fue. Santos quisiera no lamentarlo porque un día, nomás así, tan fácil como comerse un rábano, tendría que matar por aquello, por esto o por si acaso. No le queda de otra.


Heliodoro le dice que llegó la hora de despedirse y Santos mira el mar. Esa masa enorme, líquida y quejumbrosa es para él un bello y nostálgico sinónimo del adiós.



-Tienes ahora diez mil dólares en esas talegas. Puedes tener otros cinco mil; nomás ayúdame ahora sí a matar a los dos que me faltan, ese par de policías; no los quiero mordiéndome los pantalones cuando sea próximamente el mero chingón de la frontera. Ayúdame a montar el negocio en Tijuana y entonces sí, nos decimos adiós.

 

-No. Me quedo con los diez mil.

 

-No te cobraré por el pig.

 

-Prefiero matarlo yo mero.

 

-Chao bye, entonces. Te dejo mi tarjeta…por si acaso.


Memorizó la dirección y el teléfono, hizo pedazos el trozo cuadrado de papel y lo arrojó al mar, por si acaso. Luego, se puso a buscar el enigma sagrado. Lo buscó en la muerte del día, en las olas fosforescentes como el semen, en el grito quedo y alargado del océano, en la sinuosa carretera Ensenada-Tijuana, en el tumulto luminoso ciudadano, en el cerro colorado que dice con letras gigantes “cristo vive”, en las calles lodosas de la Sánchez Taboada, en la luz triste del portal, en el viejo teléfono con timbre de estación de bomberos. Solo fue suficiente el sentarse en la pequeña escalera para encontrarse de golpe con todo lo que su corazón venía buscando desde la caída de Caín: Le hacía falta su mujer; siempre le hizo falta fuera como fuera, mancornadora y demasiado hembra o demasiada mujer, demasiado puta o demasiado mucho; ahora lo sabía; ahora es lo suficiente para que Ángela regrese y terminen lo que alguna vez comenzó aquella noche prodigiosa en qué abrió la almeja y sacó la perla blanca y pura para revolcarla de placer. Morir juntos a pesar de los pesares; porque Ángela no sería jamás peor que ese par de culebras, que Reed, que Janine, que Phoenix y Clara. Solo Euclides quizás llegue a emparejarle, ese pobre negro. A pesar de lo que sea que pueda ser mejor o peor que su mujer solo desea morir junto a ella. Ese es el enigma: morir de algo: un prodigio. 

 

Se encaminó hacia el teléfono y le llamó, con una flama encendida en la palabra.

 

Fotografia de Waldo Contreras López

Waldo Contreras López.

Narrador y poeta.

Nacido en Culiacán, Sinaloa, Mexico.

Licenciado en psicología. Estudiante de Lenguas y literatura hispánicas para la Universidad Autónoma de Sinaloa.

Colaborador en Revista “Pitraña”, México (narvíboros).

Colaborador, editor y columnista en Revista “Delatripa”, narrativa y algo más.
Ha colaborado en Revista “El Guardatextos” y Revista poética “Azahar”.

Actualmente radica en Guadalajara Jalisco, México.

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