Carlos Barbarito


Cuando era un niño visité varias veces la carpintería de un tío abuelo -además de carpintero era músico de la llamada Guardia vieja y compositor-. Lo que más me llamaba la atención era la viruta, los restos de la madera que se iban amontonando y a los que la luz de la mañana que entraba por la ventana los hacía brillar. Es Wittgenstein el que habla de la viruta de taller. En alguna carta dice, explicando la brevedad de un envío a un editor: Sería como si hubiera acudido a un carpintero para que le hiciera una mesa y se la hubiera hecho demasiado corta y ahora le enviara las virutas y el serrín y otros desperdicios junto con la mesa para hacerla más alta… Aquello que Wittgenstein, por mí admirado y hasta venerado, desecha, en mí a medida que pasa el tiempo adquiere más y más entidad. Quiero decir, amigos, que, producto de circunstancias y estrecheces, lo que logro construir tiene como materia prima lo que logro reunir -restos de una supuesta Gran Obra- y no otra cosa, digamos preciosa, importante. Regreso a la carpintería y al niño que, proféticamente, miraba la viruta y no la madera. Como anticipando posteriores labores que entonces desconocía pero que ya se preparaban en él. Labores en las que -como dice Keith Jarrett- se hace lo que se puede y no lo que se quiere. Así, como desde siempre, con esas virutas, este libro. Intentaré rastrear esos restos, esas virutas que tienen la pretensión de armar una silla, una mesa y, claro, no lo logran; pero, esto sí es posible, brillar con la luz de la mañana. Pienso en mis lecturas infantiles del Génesis y en este libro, sobre todo, el Diluvio. Pienso páginas más adelante del Levítico y en especial en la clasificación de puro e impuro -noten el título de este libro-. Pienso en las novelitas baratas de ciencia ficción, sobre todo de Clark Carrados, un español en realidad, que yo devoraba sentado en una sillita en el patio de tierra de mi casa, en Pergamino. Pienso en la primera biblioteca que visité, con mis padres, y los libros de astronomía y astronáutica que pedí a la bibliotecaria. Pienso en un viejo atlas con olor a humedad y en los nombres que me llamaron la atención y significaron mis primeros viajes: El Cairo, Abisinia, El Salvador, Benarés… En un pequeño prólogo a un libro de prosas poéticas que preparo hablo de esto y digo:
Un escarabajo que arrastra una bola de barro. La imagen estaba en una enciclopedia descolada, con olor a humedad. Era un niño entonces, delgado y pálido. Páginas más adelante, otra imagen: una calle cualquiera, tal vez en Bagdad, tal vez en Estambul. No recuerdo dónde, lo que sí recuerdo es un hombre vestido de blanco, con blanco turbante y, en la mano derecha, un palo a modo de bastón. Era un niño entonces, vestido con pulóver hecho con restos de otros pulóveres, y zapatos sin lustrar. No me olvido, en aquel libraco, que no conservo, de una fotografía del lado iluminado de la Luna, y en ella nombres: Mar de la Fertilidad, Mar de la Tranquilidad… Por largo tiempo creí que allí había agua y peces a los que daba nombres e, incluso, dibujaba. Esa añorada inocencia, a medias recuperada, y esas labores con lápiz mordido en un extremo –y no otro espíritu ni otra herramienta- concibieron y dieron a luz estas páginas.
Pienso en un libro decimonónico de física que me obsequió mi abuelo. Pero no sólo se trata de libros. Pienso en tormentas que parecían abatir la casa vieja. Pienso en un eclipse total de sol que tornó extrañas las sombras de las hojas en el suelo. Pienso en los cielos estrellados y en mi madre desatando su imaginación hablando de seres de otras galaxias y de seres terrestres todavía más extraños. Pienso en un cometa que vi -o creí ver- y en una tarde con viento que llevaba polvo rojo. Pienso en las babas del diablo. Pienso en la primera vez, a los ocho, que vi a través de un microscopio, vida mínima en el agua estancada.
Me parece que sería mejor no seguir hablando de esos materiales y que mis poemas hablaran por mí. Porque esos poemas son y no míos, en el sentido de que ahora viven en el aire y el tiempo ya los muerde y vagan de aquí para allá, lejos de mí.

(fotografia tirada por Claudia Gustinelli)